102. QUILÍN

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Muchas veces un pequeño incidente sin importancia nos predispone favorable o desfavorablemente hacia alguna persona. Luego pasan los años sin encontrarnos de nuevo con esa persona y el prejuicio formado en aquel incidente se consolida hasta tal punto, que mucho tiene que pasar para que uno cambie. Bueno, pues en mi caso, eso me acaba de pasar con una persona en concreto: Ezequiel García, el hijo de Manolo García y la Dolores, ya no será nunca más para mí aquel tipo antipático que protagonizó una anécdota que ahora pasaré a contar. Desde ahora será el hombre que hizo realidad algo que yo hubiera querido que hiciera mi padre: escribir en la vejez sus recuerdos de Anguciana.

Pero voy con la anécdota para que os riáis un poco. Tendría yo unos catorce o quince años, es decir esa edad en la que uno empieza a tener su orgullo de hombrecito, y estaba sentado en un banco del frontón viendo un reñido partido de paleta entre cuatro hombres mayores. Debían de faltar pocos tantos para el desenlace cuando uno de esos jugadores de paleta, concretamente Ezequiel García, vino hacia nosotros, se dirigió a mí, y con una chulería a la que yo no estaba acostumbrado me dijo “oye chaval, toma un duro y vete a Perjuicios a por un porrón de cerveza con gaseosa”. Sin ni “por favor” ni derecho a réplica. Fuera porque me estaba gustando el partido y me hubiera apetecido ver quién ganaba; fuera por la sorpresa de que me mandaran algo de esa manera; o fuera porque yo no he sido muy dado a contestaciones rápidas y negativas cortantes, el caso es que fui a por el porrón y me quedé con la humillación y sin ver el final del partido de palas. Pero me quedé para siempre, eso también, con una inquina especial hacia ese tipo chuleta con el que no creo haber cruzado más palabra en mi vida, ni falta que me hacía. Por supuesto que he oído hablar mucho de él, pero para mí siempre era el de “toma un duro chaval...”

Bien, pues mira por donde, el mismo Ezequiel es ahora quien nos regala un aluvión de recuerdos del pueblo, llenos de gracia, detalles y nombres semiolvidados y no me queda otro remedio que hacer justicia: pongo en un plato de la balanza aquel incidente, y pongo en el otro su librito ANGUCIANA, MI PUEBLO, y como decía, de ahora en adelante Ezequiel García ya será para siempre otra persona, será alguien familiar y entrañable, será Quilín, vaya, un apodo que ya conocía, pero que no hubiera empleado con alguien con quien no tenía la suficiente confianza o cariño.

Del libro no puedo decir gran cosa porque en realidad no lo he leído... sino que lo he devorado. El mismo día que lo compré me senté a leerlo en un sillón y no me levanté hasta que llegué a su última página. Me dio la sensación de que estaba todo un poco embarullado, pero yo tenía tanta hambre que me daba igual: todo para dentro. De todos modos, eso sí, subrayé las cosas que más me interesaban para poder hacer referencia a ellas de ahora en adelante. Hay todavía muchas, muchas cosas por contar. Como decía Tony Judt en un libro que he estado leyendo esta misma tarde (El refugio de la memoria, ed Taurus), “tenemos una gran deuda con el pasado”, y “recordar" no es sólo un placer sino un deber.

No podría acabar esta nota sobre el libro de Ezequiel sin hacer una mención a lo que me ha parecido más extraordinario en él: sus dibujillos. Como profesor de dibujo que soy no dejo de lamentar el daño que se hace a los niños en las Escuelas e Institutos castrando la natural alegría y expresividad que todos los niños del mundo tienen cuando se les da una caja de lápices de colores. Que a los ochenta años haya recuperado Quilín ese desprejuicio infantil hacia el dibujo y que lo haya utilizado para ilustrar sus recuerdos me parece digno de todo elogio. Con su permiso, estoy seguro de que utilizaré más de uno para ilustrar algún que otro recuerdo.

Enhorabuena pues a Quilín por el libro y felicidades a todo el pueblo por tener un documento así.

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Adenda del 13 de julio del 2011: Mi hermano Ricardo me cuenta un recuerdo anterior a esa anécdota del frontón que me unió tanto tiempo y tan negativamente a Quilín, y que va justamente en sentido contrario. Me cuenta mi hermano que siendo yo muy niño tenía una bicicleta de ruedas sin neumáticos (que puede verse en la última foto del post 43) con la que daba vueltas y vueltas a la plaza. Pues bien, cuando Quilín pasaba por la plaza camino de las escuelas donde debía de dar clases particulares de química en verano, solía quedarse siempre mirándome con admiración y cariño. Qué chaval tan majo, -supone que diría.

Y qué bueno es que un recuerdo lleve a otro, que una historia lleve a otra o que un punto distinto nuevo nos cuente su versión, para que veamos lo múltiple y rica que es la realidad en que vivimos y nos evite caer en la tentación de la simpleza. 
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(27jn11)